(Revista Aserto, número 89, diciembre del 2010)
Chihuahua vive uno de los peores momentos de su historia. Tres años han pasado ya desde el inicio de la “guerra contra el narco” implementada por el gobierno federal estancado al estado en una situación de muerte, violencia y destrucción. Aun si la “guerra” desapareciera hoy, las secuelas de la misma y la reconstrucción de Chihuahua durarían varios años.
El estado ha pagado muy caro su situación geopolítica y su crónico estancamiento de desarrollo social. La combinación de ambas (la cercanía con Estados Unidos y la marginación de buena parte de su población) son elementos sinérgicos de la prolongación de una guerra perdida desde el inicio que dice más por sus silencios que por sus acciones. Mientras tanto gente muere asesinada todos los días en las grandes ciudades como Juárez y Chihuahua; en los municipios serranos; en las ciudades pequeñas y medianas; en las carreteras. El festín de sangre y anomia es hoy sinónimo del “estado grande”: grande en masacres, impunidad y corrupción sin límites.
El presente brillante se opaca con la pérdida de miles de empleos además de las muertes violentas y la explosión de los delitos de todo tipo, algunos de ellos desconocidos para las y los chihuahuenses hasta la llegada de las fuerzas militares y federales: extorsiones, secuestros, derecho de piso, carjackings, violaciones a los derechos humanos y las garantías individuales entre otras. La prosperidad económica va de salida junto a miles de residentes del estado que buscan salvar sus vidas o sus propiedades al tiempo que se establece un sórdido Estado de excepción no declarado donde nadie tiene la vida asegurada. El miedo generalizado y la desconfianza en las instituciones públicas, sobre todo las de impartición de justicia y policiacas, hacen posible una atmósfera de enajenación estresante, tristeza y desesperanza ante los días por venir.
Del prestigio de Chihuahua como “cuna de la Revolución”, “salvaguarda de la república”, “defensora del respeto al voto y la apertura democrática”, sólo queda el recuerdo histórico. Hoy es más visible el feminicidio, las masacres juveniles y estudiantiles, la corrupción y cinismo gubernamental, la violencia por todos lados, la “tierra de nadie”; eventos por los cuales seremos conocidos. Hoy Benito Juárez, Francisco Villa, Abraham González o Pascual Orozco, son personajes desdibujados, sólo presentes en los discursos oficiales y los anhelos populares, dándole entrada a los nuevos “héroes” regionales: los narcos, los sicarios, los políticos sumisos y castrados, los empresarios sin escrúpulos.
El pasado se hace lejano y añorable, el presente angustioso e interminable; el futuro asusta. Chihuahuenses jóvenes y viejos, hombres y mujeres forman parte de la generación de la violencia anómica cortesía del Estado mexicano. La identidad chihuahuense cambia: el estado que es incapaz de protegerse a sí mismo, matándose para que la droga no llegue a los Estados Unidos, país de donde provienen las armas de la catástrofe. República de salvajes que justifica la intensidad de la violencia y el discurso belicista estadounidense que se adelanta al futuro deseado inventándolo: el Estado mexicano no puede.
El futuro chihuahuense a corto, mediano o largo plazo, no es el futuro neoliberal de la tierra prometida y gente bonita; se acerca más a la sobrevivencia de Estados en situación de guerra como Irak o Afganistán a los cuales habrá que hacerles posible la recuperación de la tranquilidad perdida. Olvidados por la política y los políticos, seguramente la sociedad chihuahuense hará enormes esfuerzos por reponerse con gobiernos, sin gobiernos o a pesar de los gobiernos, de seguir su actitud déspota como hasta ahora. Como en otras épocas de crisis, la solución estará en la capacidad de organización y decencia de su sociedad.
El 2010 al igual que el 2009 y el 2008, son años sumamente difíciles para quienes tenemos en Chihuahua nuestro hogar y el 2011 no se avizora mejor que los anteriores. Es difícil predecir cómo vendrá el nuevo año, si sobreviviremos el actual o si las personas y lugares que forman nuestro entorno común y cotidiano estarán a salvo. Nadie imaginábamos vivir un periodo como el actual. En el año del centenario de la Revolución y bicentenario de la Independencia son más los retos a afrontar que los ánimos por celebrar. No es que no exista el orgullo por el pasado, por cómo llegamos hasta aquí; se trata más bien de un choque con la realidad que nos tiene aturdidos y con ganas de terminar con esta situación absurda lo antes posible, pero ¡oh insensatez! Todavía tenemos mucho por hacer para en verdad darle sentido a una independencia, tal vez con una verdadera revolución social.
La esperanza es lo último que muere. Pero, ¿qué le da vida a la esperanza? Espero y sean nuestros anhelos de vivir en paz y armonía con nosotros mismos. Las soluciones no vendrán de la clase política ni de fantasmas del pasado; el carácter de un pueblo se forma ante la adversidad. Por antítesis, la imposibilidad actual de influir en la política de la violencia hará que las y los chihuahuenses encontremos nuestra propia síntesis.
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