Juárez y Chihuahua en el espejo de México
No hay mal que dure cien años
Refrán popular
México es un país surrealista, Chihuahua una entidad barroca y Juárez una ciudad posmoderna. En México puede un mandatario ser cómplice o negligente hasta el grado de cometer crímenes sin asumir ninguna responsabilidad, nunca saca a relucir su ética; al contrario, se envuelve en el cinismo de la arrogancia y toma distancia de lo que piense o sienta la sociedad; todo es justificable y la realidad se vuelve surreal al negarla, al someterla a la lógica de la clase política.
Chihuahua es un estado de contrastes: próspero y a la vez inequitativo; conservador, pero rebelde, consciente de su decadencia política y a la vez enajenado; es decir, abunda en complejidades que le complican la existencia: las diferencias étnicas, el chovinismo, la industrialización, la narcoeconomía, la migración se conjugan y dan pie a este barroquismo norteño y fronterizo. El “estado grande” es tan heterogéneo en su diversidad sociológica a pesar de su baja densidad poblacional (13.1 habitantes por kilómetro cuadrado).
Ciudad Juárez, la dolida y siempre difamada Juárez, a diferencia del resto de ciudades industriales del mundo, vive totalmente en la posmodernidad: cada día más cercana a las ciudades posindustriales de las películas futuristas como Nirvana, Children of Men, Robocop o Sin City, alejada de la justicia, en la periferia de México y el mundo; materia de notas sensacionalistas, el famoso laboratorio social da sus frutos: una ciudad gris donde conviven la modernidad industrializada de las maquilas y el atraso sociológico de sus habitantes (premodernidad) donde ya no se cree en nada ni en nadie, sin dios, sin futuro y próximamente sin gente.
Lo que en otros países democráticos sería un escándalo de grandes proporciones que cortaría la carrera de cualquier político, en México sucede lo contrario: esa parte de la cultura política autoritaria mexicana no ha cambiado: el poder político pesa más que la realidad acusadora. ¿En qué países democráticos se premia a funcionarios corruptos o ineptos en vez de mandarlos al ostracismo o la cárcel?, ¿dónde se desprotege a los derechohumanistas a pesar de estar amenazados de muerte?, ¿cuáles democracias practican la criminalización de la protesta social?, compartimos, eso sí, con otros países “democráticos” la decadencia de la clase política.
El “surrealismo” mexicano que tanto impactó a artistas como André Bretón, es en parte esa cualidad artística cotidiana del pueblo, relacionado con el realismo mágico latinoamericano, donde lo extraordinario es ordinario y lo ordinario extraordinario; pero también, y aquí es donde la magia desparece para dar paso a una realidad menos amable, hay un surrealismo negativo, hiperreal, donde las cosas simplemente funcionan al revés, pero de manera nociva: guerra y violencia para tener orden y paz, adorar lo extranjero e ignorar lo local, rescates financieros y apoyos para los grandes empresarios con dinero de los contribuyentes…
En los extremos de ese surrealismo nocivo mexicano se encuentra una contradicción que responde muy bien al sometimiento de una explicación marxista económica y cultural. En la primera es de entenderse toda una infraestructura y superestructura pensada para desarrollar riqueza de manera elitista a costa del pueblo: actores, instituciones, leyes e industria son parte de la mezcla de intereses y acciones destinadas a ese objetivo; en la segunda, está el entramado de resistencia y crítica cultural, propuesto por autores marxistas como Antonio Gramsci o la Escuela de Frankfort, como una consecuencia dialéctica desde la sociedad ante el embate de nuevas formas de enajenación social. Es de entenderse una situación de constante roce, un estira y afloja de fuerzas comparativamente desproporcionadas de donde surgen individuos híbridos y sociedades mutantes.
Hace unos años Néstor García Canclini nos hacía notar en su ahora famosa obra Culturas híbridas, un concepto desarrollado para describir la cotidianidad de las ciudades fronterizas México-Estados Unidos, donde esta cultura regional toma elementos propios de ambos países, tan distintos entre sí, para recrearse con características únicas: la también famosa “pérdida de la identidad” que alegaban tanto los críticos nacionalistas sobre las ciudades fronterizas del norte de México al querer describir ese proceso de mutación que tienen dichas ciudades.
Pareciera imposible detener la inercia de la catástrofe política y económica de México cuya principal víctima es la sociedad mexicana, esa donde las y los pobres pagan las deudas de los ricos, las y los inocentes las sentencias de los delincuentes; donde se criminaliza el uso de la píldora del día siguiente, pero no se persigue a sacerdotes pederastas y donde la riqueza nacional se regala a las transnacionales.
Pero la realidad es dialéctica. Las sociedades se transforman, no se mantienen estáticas. Lo importante es conocer sus contradicciones para resolverlas y salir de ellas, porque si no terminan siendo círculos viciosos autorrefenciales y sumamente destructivos. Ciudad Juárez y el estado de Chihuahua son ahora una fiel copia del estado que guarda el Estado mexicano, pero también son campo fértil para generar consciencia de clase, ecológica, de género, étnica, etcétera.
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